29 de marzo de 2012

4

A sus trece años, Lorna debería estar preparándose para el segundo año de secundaria, pero en lugar de eso, hallabase esperando la mañana para ir a lo desconocido, y todo por preguntar cómo era posible meter las manos al fuego y salir ileso.

Por fin, el día de partir llegó.
Tras asearse y arreglarse, Lorna ató su largo y rizado cabello en una coleta y bajó a tomar un buen desayuno (siempre y cuando, sus nervios se lo permitiesen).
Ya en la mesa le acompañaron sus padres, a quienes nunca había visto así:
Su madre estaba tan callada y con un semblante de quien se halla en un entierro, su padre sonreía, pero lo hacia tan seguido que parecía tener un tic.
Ante aquello, Lorna fue consciente de algo: se le abría un nuevo mundo, sí, pero para ello debía dejar atrás aquel en que sus padres vivían.
Sería la primera vez que se alejaba de casa, y solo volvería en vacaciones, y estaba segura que en esos instantes los tres pensaban en lo mismo. 
La hora citada llegó, y con ella el puntual transporte, algo que anonadó a los padres. 
Cuando el asombro pasó, el señor Grego regaló a su hija una bolsa llena de chocolates (lo que más le gustaba), acompañada de un gran abrazo.

-¿A mí no me das uno?- preguntó con tristeza su madre, mientras abría los brazos.

El abrazo de su mamá también le acompañaba un regalo: una bolsita de terciopelo azul, pero eso sí, con la instrucción de no ser a abierta hasta su llegada.
El vasallo le ayudó a subir al carro tras guardar su equipaje en el baúl trasero.
Y así, con gran tristeza, pudo ver como de los ojos de sus progenitores salían lágrimas al verle marchar. 

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